Trono papal |
El problema es el papado
X Rubén Dri*/La Tecl@ Eñe/Resumen Latinoamericano
El domingo 27 de abril, Jorge Bergolio, papa con el nombre de
Francisco, procedió a la beatificación, es decir a declararlos santos, a
Angelo Roncalli, papa con el nombre de Juan XXIII y a Carol Wojtyla, papa
con el nombre de Juan Pablo II, con lo cual declaró que tanto el
proyecto de Iglesia que encarnó el primero, como el que encarnó el
segundo, estuvieron de acuerdo con los valores fundamentales del cristianismo.
Constituye ello un verdadero insulto no sólo a la
inteligencia, sino al más horizontal sentido común, porque se trata de dos
proyectos de Iglesia tan contradictorios que uno de ellos, el que
encarnó el papa polaco, destruyó al otro. Trazaremos los rasgos
fundamentales de ambos proyectos.
Juan XXIII llega al Vaticano después del largo
pontificado de Pío XII. Era la iglesia tridentina, es decir, la que se
configuró en el Concilio de Trento, en siglo XVI. Una Iglesia que
asemejaba a una fortaleza que había levantado altas y gruesas murallas
para que no penetrasen los vientos del mal que agitaba la Reforma
protestante. La fortaleza se había completado luego con nuevas murallas en
contra de las libertades modernas levantadas por la Revolución
Francesa, para culminar con el cierre definitivo que significó la
declaración del dogma de la “infalibilidad papal”, tan necesario para
defender a la iglesia-muralla de los vientos pestilentes que venían de las
corrientes que se alimentaban del marxismo.
Para Pío XII el peligro fundamental del cual debía
defenderse la iglesia no era el nazismo que había llegado al poder en
Alemania en 1933 y que había desatado la Segunda Guerra Mundial, al
mismo tiempo que llevaba a cabo el mayor genocidio de que se tenga
memoria, sino el marxismo. El silencio de esa Iglesia sigue
retumbando en nuestros oídos.
En el 1959 cuando asume Juan XXIII, o sea, en los
inicios de la década del 60, se vislumbraba la crisis del capitalismo
y las movilizaciones de los pueblos del Tercer Mundo en contra de
la dominación. Es la época de la independencia de las naciones
de África y Asia, de la toma de conciencia de la realidad de
pueblos desarrollados y subdesarrollados, y de la violación de los
derechos humanos. La época de la derrota del imperialismo a manos
del pueblo vietnamita, de la revolución argelina. En América Latina
es la época de la revolución cubana, de las gestas del Che, de
los movimientos populares latinoamericanos con diversas expresiones.
Juan XXIII percibe que el aire de la Fortaleza-Iglesia
estaba viciado, que se había perdido el tren, que era necesario abrirla y
nada mejor para hacerlo que convocar a toda la Iglesia a un Concilio
Ecuménico. Parecía que la época de los concilios había terminado
definitivamente, porque, después de la declaración de la infalibilidad
papal ya no tenían sentido.
De esa manera, en 1961 comenzará a funcional el
Concilio Vaticano II que pasó a ser “revolucionario” en la medida en que
significó la horadación de las murallas de la Fortaleza-Iglesia.
Abrió las compuertas para que la vida que bullía en su interior y se
encontraba encadenada, pudiese salir a la luz, expresarse con
libertad y crecer. Es el único Concilio de la bimilenaria Iglesia que no
produjo ningún dogma nuevo y sobre todo, ninguna condenación.
La Iglesia mediante el Concilio se esforzó por hablar
con el mundo en el que estaba inserta, es decir, con toda la problemática
del contexto brevemente señalado. Para ello se redefinió a sí misma,
y lo hizo mediante el documento Lumen gentium –luz de los pueblos-
que en contra de la clásica definición de la Iglesia como Jerarquía,
la definió como “pueblo de Dios”, poniendo a la jerarquía en el papel
subordinado de servicio.
Esa definición conlleva necesariamente una crítica al
absolutismo monárquico de la Iglesia y, en contra partida, una apuesta a
la “democratización”, lo cual tiene como consecuencia que ya no puede
ser la “obediencia” la virtud principal que distinga al cristiano.
Será Paulo VI quien saque esta conclusión, proponiendo el “diálogo”
en su lugar, en la encíclica Ecclesiam suam.
Una vitalidad vigorosa se despierta en el seno de la
Iglesia. Los cristianos dejan de ser sujetos pasivos y se transforman en
sujetos activos, presentes en todos los movimientos de liberación que
atraviesan el continente latinoamericano. La Iglesia se renueva de abajo
hacia arriba y de arriba hacia abajo. Es la base, son los cristianos
de a pie, los sacerdotes de la base, las religiosas, los obispos que
“escuchan” el clamor de los oprimidos quienes “revolucionan” la Iglesia
que deja de ser Fortaleza para transformarse en casa abierta a todas las
transformaciones.
Fueron dos décadas (1960-1970) de una iglesia –ahora
con minúscula- que pierde sus contornos fijos, caen sus murallas, se abre
al mundo, especialmente al mundo de los pobres, vistos éstos, no
simplemente como “pobres”, sino como “dominados” que deben asumir su
propio protagonismo en la lucha para dejar se de ser pobres. No es la
Iglesia de la caridad, la de la limosna, la de Teresa de Calcuta, sino la
de Jesús de Nazaret, la de los primeros cristianos y su lucha
antiimperial, la de Oscar Arnulfo Romero, la del pelado Angelelli, la los
Sacerdotes para el Tercer Mundo.
Vientos de libertad, vientos de lucha liberadora,
vientos de grandes iniciativas. Todo un mundo en movimiento de abajo hacia
arriba despertaba grandes y coloridas utopías. El fin del capitalismo
o, al menos, el triunfo sobre dicho sistema en grandes porciones del
universo, parecía no sólo posible, sino a la mano.
Pero terminados los setenta e iniciando los ochenta
todo comenzó a cambiar para mal. Los grandes centros del poder capitalista
e imperial lanzan una feroz contraofensiva en toda la línea, en lo
económico, lo político, lo cultural y lo religioso. Tres personajes
sintetizan la contraofensiva pronto transformada en una verdadera Blitzcrieg, Margaret
Thatcher, la que ordenó hundir el Belgrano y cuyos “valores cristianos”
resaltó el papa Francisco, Ronald Reagan y Juan Pablo II, el papa polaco,
quien se encargó de legitimar teológicamente el neoliberalismo,
proponiendo, en la encíclica Centesimus annus, la “economía de
mercado” como solución para los problemas del tercer Mundo.
Juan Pablo II llega al Vaticano después de la “muerte”,
nunca aclarada, de Juan Pablo I con un ambicioso proyecto
político-religioso de poder, que implicaba desmontar el proceso
democratizador del Concilio Vaticano II, reestructurar la Iglesia
jerárquica, monárquica, infalible, suplantando el “diálogo” por
la imposición, recuperando a la “obediencia” como el valor fundamental
del cristianismo. La iglesia volvía, de esa manera, a ser la Iglesia,
la fortaleza que el Concilio Vaticano II había en parte demolido,
pero ahora transformada en un ariete en contra del comunismo”, en
cuyo nombre quedaban incorporados todos los movimientos de liberación
que circulaban en el Tercer Mundo y, especialmente, en América
Latina.
En el cumplimiento de ese proyecto se dedicó el papa
polaco a remover, controlar, y limitar a los obispos comprometidos con los
sectores populares, especialmente en América Latina; a perseguir, destruir, cooptar
a los teólogos de la liberación y, en general, a los teólogos críticos de
la dogmática fundamentalista, como Han Kûng y Schillebecx.
Como buen político sabía que para realizar esa tarea
necesitaba una gran acumulación de poder y para obtenerlo puso en juego
toda su fascinación carismática. Siendo “actor” de vocación” se
dedicó a viajar por el mundo montando impresionantes show con un variado
juego de ceremonias, ritos, símbolos, gestos, que convocaba a
verdaderas multitudes.
El parecido en este sentido con la actuación de
Bergoglio-Francisco es impresionante. También en este caso se trata de un
gran político que sabe manejar gestos, ritos, símbolos, y los pone en
funcionamiento sin límites, ampliándolos a esferas a las que el
histriónico Wojtyla no había llegado, como el espacio de los deportes
y, especialmente, el fútbol.
Sobre la canonización de ambos papas son clarificadoras
las reflexiones de Eduardo Febro: “Declarar santo a Carol Wojtyla es
olvidarse del abrumador catálogo de pecados terrestres que pesan
sobre este papa: amparo de los pedófilos, pactos y regateos con
dictaduras asesinas, corrupción, suicidios jamás aclarados,
asociaciones con la mafia, montaje de un sistema bancario paralelo para
financiar las obsesiones políticas de Juan Pablo II –la lucha contra
el comunismo, persecución implacable contra las corrientes progresistas de
la Iglesia, en especial la de América Latina, o sea, la frondosa y
renovadora Teología de la Liberación” (Página/12, 27 abril).
Frente a esta realidad uno se pregunta ¿cómo es posible
que un hombre como Carol Wojtyla, con tantos no ya desaciertos, sino
“pecados” –para utilizar categorías teológicas – causantes de
muertes, asesinatos, desfalcos y otras yerbas, fuese el pontífice supremo de
la Iglesia por tantos años? Pero además, ¿cómo es posible que otro
personaje como Jorge Bergoglio elegido para “purificar” el lodazal dejado
por el papa polaco, terminase proponiéndolo como modelo a la
feligresía cristiana?
Para encontrar una respuesta la mirada debe dirigirse
al “papado” como institución. Efectivamente, el Sumo Pontífice es elegido
por un grupo de hombres denominados “cardenales” cuya edad está entre
los setenta y los ochenta años, y, desde ese momento ya no debe
dar cuenta a nadie en la medida en que pasa a ser vicario de Cristo,
representante de Dios en la tierra, investido del don de la
“infalibilidad”.
A partir de ese momento, entra en plena vigencia la
práctica teorizada por el papa León I en el siglo V, cuyo sentido es que
el poder que ejerce el papa no deriva de las cualidades personales de
quien lo ejerce, sino de la función que cumple, que no es otra que ejercer
el poder que deriva directamente de ser el sucesor de Pedro, quien
habría sido el primer papa.
Siendo esto así encuentra su explicación el primer
problema planteado. Carol Wojtyla como Sumo Pontífice, Vicario de Cristo,
sucesor de Pedro, ejerció todo el poder que derivaba de esa función y
que nadie puede cuestionar. ¿Por qué se lo habría de cuestionar, o mejor,
con qué derecho? En otro momento histórico, el fraile Jerónimo
Savonarola hizo frente al papa Alejandro VI, cargado de “pecados
terrenales”, para utilizar las categorías citadas, y no sólo terminó
en la hoguera, sino que teológicamente el fraile debía someterse a las
decisiones del papa, a quien le debía obediencia.
En la misma institución papal encontramos la respuesta
para el segundo problema. ¿Por qué el papa Francisco no podría declarar
santo y proponerlo a la imitación de todos los fieles – porque ése es
el sentido que tienen las canonizaciones- si él tiene el poder de hacerlo?
Por otra parte el “aura” de la infalibilidad lo ampara de los
errores.
¿Qué importancia puede tener para un pontífice
infalible la contradicción de proclamar santo a otro pontífice que
protegió a conocidos pederastas y al mismo tiempo crea la “Pontificia
Comisión para la protección de los Menores” y que ésta sea presidida
por el cardenal Sean Patrick O’ Malley, de Boston, acusado por la Red
de Sobrevivientes de los Abusados por Sacerdotes –SNAP- de haber
protegido a sacerdotes pedófilos?
El papa Francisco es, no cabe duda, una gran político
y, en ese sentido, la canonización de Juan Pablo II constituye una
necesidad para sus proyectos en la medida en que, de esa manera,
obtiene la aprobación de la Iglesia polaca y de la multitud que
exigió “santo súbito” como consecuencia de la exhibición pública de la
agonía de dicho pontífice. El problema es que, de esa manera, se pasa
por sobre el problema ético que ello implica. ¿Constituye ello una
política que puede llamarse cristiana?
Es evidente que después de la debacle que significaron
los dos últimos pontificados para la credibilidad de la Iglesia, la tarea
de “limpieza” de Bergoglio-Francisco –recordemos que tiene los dos nombres
en pasaportes diferentes – la Iglesia recobrará gran parte de los
fieles que fugaron hacia otros rumbos. Pero ¿alguien puede dudar que
las maniobras fraudulentas del Vaticano tarde o temprano van a
volver? ¿Alguien puede pensar en el Banco que habría podido tener Jesús de Nazaret?
El Banco estaba en el Templo, cuyos dueños eran los sacerdotes, y es
por eso que Jesús dijo que era como la higuera que no daba frutos y, en
consecuencia, debía ser destruido.
Pocos días después de la canonización de Juan pablo II,
el papa Francisco fue a rezar una misa en la Iglesia de San Estanislao, y
allí puso de relieve que el papa canonizado había sido como Pedro,
una “verdadera roca”. Parece que cuando se llega al supremo escalón de
la Jerarquía eclesiástica todos los “pecados” desaparecen y, en su
lugar aparece el resplandor de la santidad.
*Filósofo y teólogo
Fuente: Resumen latinoamericano - La Tecl@ Eñe Revista Digital de Cultura y Política. Ideas, cultura y otras historias.
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